En uno de
los capítulos más interesantes de mi libro de ficciones, estuve lleno de motivación
para conquistar a la indomable dueña del jardín de cantarines lirios que fue
plantado en el lomo de mi viejo poemario. Por ello, comencé la delicada tarea
de escribir una decorosa carta de amor con encandilantes palabras y dibujos que
representaban el ritual nacimiento de mis versos.
Esa carta —con
mi abnegada y quimérica dedicación— pretendió alcanzar a la que hizo Oquendo
con su extraordinario “Cinco metros de poemas”.
Tuve que enrollarlo como un colorido pergamino con bellos tatuajes en ambas
caras que duplicaban su valor y extensión.
Cuando
logré terminar mi decorosa obra, la envié por el viento hasta el lugar donde
habitaba la musa que aún no asimilaba la confesión de que había sido adjudicada
como mi fuente de inspiración. (Ya no es usual la existencia de este tipo de
poetas)
Al
presentarse ante ella, las dudas o quizás el temor, invadieron su corazón y no
las quiso recibir. Se negó a aceptar que esos versos habían nacido
exclusivamente para ella y su destino era asentarse en un lugar privilegiado de
su corazón. O talvez, en sus labios vestidos de color rojo carmesí.
Ante este
rechazo —aunque extrañamente ya lo tenía previsto—, por muchos capítulos
posteriores, tuve que consolar a esa carta explicándole que la musa en algún
momento de su vida había sufrido una terrible herida en sus sentimientos que le
hicieron desconfiar nuevamente en el amor. Sobre todo, en esos galantes infames
que pretenden colonizar corazones con falsías palabras que secuestraron de esos
viejos e insolentes libros que brindan indicaciones para enamorar.
Pero —lamentablemente—,
la inspiración nunca logró superar su desamor y no quiso confiar en mis
escritos que se convirtieron en errantes palabras viajeras que vagaron hasta
hoy en las páginas olvidadas de mi añejo libro de ficciones.
—¿ Y qué
pasó con la carta? —Se estarán preguntando.
Pues una
noche, cansado de pensar en ella, tomé la carta y la leí por última vez. Luego,
cerré los ojos y grabándome sus intenciones la lancé al fuego donde se consumió
llorando porque nació para una musa que ya no creía en el amor.
Luego, nunca más pretendí escribir otra carta de esa extensión.
(Imagen de vidiaviola en Pixabay)
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