Michel Bardales García
Una pequeña estrellita cantarina (la más curiosa, bonita y viajera) se acercó a mis renglones desde los infinitos ojos de mi espejo. ¿Qué quería de mí esa niña titilante? Me dijo que en su camino había encontrado a una sonrisa que estaba triste y luchaba consigo misma para no llorar. Y como soy poeta, hijo de la luna, le pedí que me llevara hacia donde estaba esa sonrisa.
La estrellita se posó en mi mano y dirigió mi rumbo hasta
la ubicación exacta de esa expresión que necesitaba de un poco de poesía (pues si
le untas chocolate, puede hasta curarte el alma)
Esa sonrisa estaba en un lugar cobijado por las faldas de
la luna. El astro madre la cuidaba y le daba aliento. Me senté a su lado y en
silencio comprendí su pena. Le miré a los ojos y entendí lo que necesitaba. No
quería versos ni promesas; solo quería aprender a creer en sí misma. Le pedí
que me mirara y que siga la dirección de mis ojos. Ella confió en mí y sus
ojitos bonitos observaron que su sueño estaba esperando por ella. No había
necesidad de tantas palabras; solo hacía falta redireccionar su mirada hacia
sus objetivos. ¿Y cómo lo conquistaría? Le tomé de las manos y le ayudé a
levantarse. Ambos nos miramos fijamente y nos sonreímos. Y al son de un paliativo
vals, le encaminé en su rumbo (pero antes le entregué tres gotitas de
esperanza) hacia la conquista de ese precioso sueño que le daría una vida mejor
(su profesión).
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