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LIC. MICHEL BARDALES GARCÍA - Especialidad de Lengua y Literatura - Profesor del Área de Comunicación. Poeta, escritor y maestro difusor de la Literatura Amazónica. - Correos: setilx@hotmail.com / arpaganus@gmail.com

martes

UNA HISTORIA PERDIDA

UNA HISTORIA PERDIDA

En agosto, a finales de este cotidiano semestre académico, mientras que todos iban y venían presurosos por aprobar los cursos; por un lado, en los últimos lugares de la sociedad, una vieja lágrima besaba mis mejillas, me aferraba a unos antipasos que unos registros odiosos me obligaban a revivir.
Todo esto lo hacía con los ojos cerrados, de esa manera el dolor llega más fuerte al corazón; lo hace con un enorme instante de imágenes vivas que tormentosas fruncen el entrecejo mientras que éste intenta resistir la tentación de llorar.
Mis ojos lentamente se sumergían en el placer de la “no clase” que desde un principio se negaba a observar. Mientras los tenía cerrados, podía sentir una suave brisa, fría y arenosa, triste y llena del hollín acostumbrado de esas tardes lentas en los tráficos vehiculares de la Avenida Grau.
No tardé mucho en abrir los ojos. Lo hice al percibir el olor del vacío, que me invitó a suponer que ya había llegado a mi anterior destino, al principio de mis malas notas, de la obsesión eterna de mis manos por escribir lo que mi mente y mis ojos balbuceaban mientras que mis pies lentamente me ponían una alegórica camisa de fuerza.

Estaba, sin dudarlo, en un cuarto que me enseñó a compartir nuestras tristezas. Fue aquel lugar inconstante, mi mundo cuadrado que presenció como un niño lloroso me abrazó picándome con unas finísimas agujas infectadas de una dulce locura.
A ese niño lo encontré en un retrato que estaba mucho antes de mi tristeza; lo vi alegre, con una sonrisa ingenua que demostraba que aun no había conocido al principito azul. Abrazaba a su padre mientras que éste le daba un viejo libro y se marchaba para que en su alma no lo pudiera olvidar.
Sólo sé que lo vi en ese retrato, luego, más allá de su vida, al dejarse vencer, no lo vi más. Creo verlo cuando me imita al ver que observo las imágenes de mi padecer.

Miré el reloj de la pared y en ella noté las mil horas de mis recuerdos encadenados y prostituidos por un lejano abrazo.
Llegaría tarde a clases, aun no sabían de mi; no se aterrorizaban de mi presente burlón y mi relajo abominado… Ya sospechaba desde el nido que un día me verían así.
Por un momento, no di importancia al reloj que intentaba hartarme con su tictac prepotente y embustero, aquél que me quitaría a una de mis grandes amores. Lo haría burlándose y pactando con su familia: Me la daba en el día y cruelmente me la quitaba a las diez de la noche. Así lo hizo hasta que un día no la trajo más.
Las manecillas del reloj gustan constantemente de molestar a quien se le ocurra jugar a ser parte de la humanidad. Lo que me asombra es su genial y fastidia habilidad para enamorar a los ojos de los hombres mientras va consumiendo su libertad.
Recorrí aquel cuarto como si animara un alma en pena, no me faltaba mucho para serlo, ya mi poema final me esperaba para acompañar al señor Arguedas que de repente él sabía lo que me trajo hasta este lugar…El también reía como yo lo hago cuando por costumbre intento unirme al ritmo de la vida.
Creo que fue ayer, cuando el tiempo dormía, que él era yo cuando mis lágrimas secas caían a un poso confundiendo mi deseo con una rallada soledad.
De casualidad me acerqué a su bolsillo y vi una carta, un pedazo de su vida, el final de nuestro lazo y el inicio de mi final destrozo.
Al enterarme que cerró sus ojos sin permiso del camino, me acerqué a su niñez y vi que el también era visitado por el principito azul, no nos mordió la serpiente, pero nos dejó la gran duda que se acabaría en la ultima firma que selló en la carta que ya había acabado de leer.
Al acabar nuestro lazo, dejé de compadecerlo, ahora él me acompañaría sin dirigirme palabra alguna; pues no tenía ninguna expectativa de que yo terminara su carta y mi final se vuelva mas espectacular y que su nombre vuelva a remecer las múltiples páginas que nos intentaban conmover con sus hipocresías.
Aun no sé si ambos nos entendíamos, pero nos imaginábamos muy conocedores de nuestras lágrimas gemelas. Lo sentía muy cerca de mí, podía sentir su aliento mientras avanzaba por aquel cuarto oscuro; lo hacía sin tocar nada, sólo era ojos y no manos que pudieran cambiar algo. Al mirar la cama, me encontré plastado cada tarde de mis días en ese arenal que fui desterrado por mi porvenir. Mi mirada era baja y perdida, abrigada y pendiente de un libro que me aventuraba en la fantasía de escribir algún día una historia perdida.
Ese era mi mundo solitario, el ir y venir de los recuerdos acompañados del principito que entraba a mi cuarto por la ventana oscura que muchas veces me seducía a pararme a observar el mundo que me era extraño. Era ya una costumbre amigable esconderme entre las cortinas empolvadas y amargas para observar a los niños jugar y pasearse de un lugar a otro sin la preocupación de que podrían ser víctimas de las agujas de luz y de ser convidados con la sensibilidad de ser un poeta.
Recuerdo que en esos días había olvidado lo que era reír, cuando lo hacía, mi libro me decía que no lo haga y que me guarde para cuando lleguemos al lugar donde nos espera la esencia del señor Martín, ese lugar era mi destino, mi más remediado descanso. Lo supe un día cuando me despedía de unos labios que me trató como parte de su vida. La dejé para irme con mi libro a pensar y soñar que algún día estaré en el fantasmal París de los poetas.

Al verme de esa manera, tan inerte y preparado para soñar en la paz del vacío, preferí salir de ese cuarto; ya para que volvería a enterarme de mi segundo destino. Me sería más que inútil estropear mi ficticia esperanza, era inconcebible decir que todo cambiaría, hasta hoy todo es lo mismo y mañana sólo se disfrazará mientras mi hijo espere mi regreso de los viajes con el señor Martín.
Sin mirar hacia la cama, salí del cuarto que hasta hoy no tiene puertas, en realidad no es más que una sala inacabada donde mis intentos de alegría debían perecer.
Avanzaba por el pasillo oscuro y sin vida, en ella encontré sin desconocerlo, pequeños trozos de mi vida, todos lloraban como un niño esperando a su padre en un paradero. No fui indiferente con ellos, los recogí y los llevé conmigo hasta la azotea, creo que era costumbre mía el juntarlos cada noche para ir juntos a la puerta de mis fantasías.
Aun puedo sentir el olor de mis lágrimas en aquella azotea donde mi única compañía era la de un perro furioso que me esperaba ansioso para engullir mis carisias. Era el único que compartía mis penas con su oculta mirada tierna que era ignorada por los que un día lo cargaron y le dieron cariño.
Aquel lugar era el más apropiado para liberar mi alma y poder cruzar el manto de ramayana. Era desde aquel punto que pude conocer y escuchar al Sol y a la Luna; desde ese purgatorio conocí el precio de la genialidad. Las parcas me advirtieron que su hilar me era destinado para escribir las tantas historias que aun no se me han ocurrido.
Inconstantemente volví a mirarme como de costumbre, no era raro las veces que me acompañaba el fiel amigo de julio Ramón, su triste tiriteo lento y fugaz me ayudaba a profundizar en mis ideas, gracias a él podía cruzar hacia el manto de la irrealidad.
Al acercarme al borde de la azotea, sentí la brisa que se volvía invierno, pude gozar de la humedad de mis fosas nasales y el aire fresco que provenía del mar. Me atreví a cerrar los ojos y abrir los brazos y extenderlos como dos enormes alas que aturdieron a todos los que estaban abajo pidiéndome que no lo haga. Yo sólo intentaba ir hacia donde estaba el señor Martín, quería encontrar la paz que el no supo encontrar teniéndolo en frente suyo. Me gustaría mucho descansar ahora mismo, pero aun me falta un poco para completar mi último poema.
En ese instante, al aferrarme a ese destino, pude sentir que el viento me rodeaba, que me envolvía en sus mantos y me llevaba hacia los velos de su madre la Aurora que estaba muy pronto su venir. Cada partícula del viento besaba mi rostro y sentí que volaba por un abismo pacificado y dulce. Lo hacía manteniendo con firmeza los ojos cerrados y mientras lo hacía, un hombre vestido de blanco me hablaba y tomaba notas de los trozos que había juntado en el pasillo al salir del cuarto.
- ¿Estás listo?- Me decía incansablemente mientras observaba continuamente su quisquilloso reloj. Decía siempre que su libro tenía la razón y que su dictamen era decir que nada malo iba a pasar. Todo lo decía con su genial sonrisa fingida y un continuo apretón de manos que lo ridiculizaban por su ingenuidad culturizada.
Me puse una máscara blanca y le dije que ya estaba listo para actuar en el show de la rutina, me esperaba un buen guión, pero era obvio que no sabía que lo iba a sabotear con ejemplos de nobleza absoluta.
Fue así que con unas cuotas de mi porvenir, me disfracé de un jovencito bien cambiado. Tuve que fingir que aquel dictamen me era aceptable, que de algún modo lograría pagar con ello una parte de mis sueños.
Después de escucharlo tuve que entregarle mis trozos de vida, ni se imagina que sólo le di algunas de las mil copias multiformes que rebusco cada noche en mi memoria para encontrar algún sueño que pueda disfrazarse de una confusa historia.
Tuve que despedirme de mis fríos pensamientos, e incluso dejar a un lado a la puerta de la irrealidad. Debí dejar hasta el pequeño cigarro que cada noche elevaba mis ideas hasta encarnarme en los cuentos de Julio Ramón Ribeiro.
No me vi más, sólo me esperaba la acción de despedirme de mi segundo principio y subir al famoso avión de madera. En él podía asomarme al vacío para estar cerca de las múltiples imágenes que un reloj interrumpía y que me apresuraba para ir a clases. No importaba dónde ni hasta cuándo podré revivir; ya estaba ahí, lo estuve observando y me callé. No hicieron caso de mis actos que buscaban a un niño para enseñarle a contar sin mirarle a los bolsillos. Les mostré perfectas profecías de cambio, pero ni a eso quisieron escuchar, lo intenté hasta que un despertador me picó los ojos para abrirlos y ver que mi examen estaba vacío, mis ganas dormidas y mi profesor acercándose a mi lado para reclamarme el sueño que llegaba tarde. Lo miré, preferí no conocerlo porque ahí viene con su frasco de pastillitas azules. ¡No le hagamos caso señor Martín!, ahora cuéntame tu historia, una menos triste que la mía, hazlo más alegre pues ya el señor Arguedas se ha puesto a llorar.

Setil de Bargam

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