Michel Bardales García
Ella era hermosa, recatada y
académica; y yo, hippie, ocultista, rebelde y desaliñado. Nadie se enteró (eso
creemos hasta hoy) de que alguna vez hubo un amor entre los dos. Siempre nos
veíamos a escondidas porque ella (así lo decían los prejuicios) sí tenía un
futuro prometedor y yo, supuestamente por mi forma de ser, estaba destinado a
fracasar. ¿Quieren saber qué pasó con ella? Pues, encontró su felicidad perfecta
en los brazos de otro ser mojigato como ella.
Cuando decidimos terminar
nuestro romance prohibido (así lo sentimos en esos días de tontos) nos
acostamos para sentir nuestros cuerpos por última vez. Yo la abracé con todas
mis fuerzas y ella comenzó a cantar muy cerca de mis oídos. Han pasado quince
años y no he podido olvidar esa canción. Al parecer, su voz de lamento me dejó
un hechizo infinito y dulce.
Nuestra historia comenzó
cuando una maestra (la más jovial) nos juntó para hacer un trabajo en pares. Yo
era el más relajado del salón y ella era la más estudiosa y conservadora de
todas. En esos días, ella tuvo que estar detrás de mí (como una madre a un
niño) exigiéndome más responsabilidad. Poco a poco ella me fue conociendo y comprendiendo;
y yo, acepté sus reglas y respeté sus creencias. Luego, nos llevamos tan bien
que nuestras diferencias nos acercaron más hasta casi sentir que ambos éramos
nuestros complementos.
Algo bonito había nacido entre
nosotros; pero, había dudas. Ella era muy mojigata y yo tenía la incorrecta
fama de ser un mujeriego. Una noche (cuando mi parte mía aún estaba viva),
estuvimos en mi casa terminando el trabajo asignado. Estábamos tan felices que nos
abrazamos y nos quedamos mirándonos por un momento hasta darnos un tierno beso
lleno de emoción. Pero yo (que era muy apurado en cuestiones del amor), induje
a mis labios a salirse de sus límites y mis manos se atrevieron a explorar lo
que todavía no estaba permitido. Ella estalló en rabia y llorando me dijo que
no quería ser una más de las tantas bobas que yo tenía engatusadas.
Ella, mi compañera de estudios, se marchó
llorando pensando que solo quería aprovecharme de vulnerabilidad. Como dije
antes, era muy mojigata al extremo. En realidad, me gustaba (como un amor
platónico) desde mucho antes; puedo afirmar que desde el primer día de clases:
cuando la vi entrar toda bonita con su falda larga y su crucifijo. Era la más
bonita de todas. Siempre fue así para mí. Pero nunca me acerqué a ella porque
yo era el mismo diablo y todo lo que ella nunca iba a querer en un hombre: Yo
era la representación de la rebeldía; usaba el cabello largo con púas, pañuelones,
tirantes, pantalones remangados y hasta usaba zapatillas de pares diferentes.
Luego de ese incidente, yo pensé que todo había
acabado. Además, ya habíamos terminado ese trabajo; ya no había pretexto alguno
para acercarme a ella. Me resigné de inmediato porque no era el adecuado para
enamorar a la chica santurrona del salón. Por lo menos me enseñó a ser más responsable.
En esos días me gustaba sentarme a su lado porque yo le hacía sonreír y ella moderaba
mi comportamiento mientras hacíamos juntos todas las prácticas. Éramos un
bonito complemento. El dúo perfecto para la poesía. Así parecía.
¿Qué
pasó después? Ya no puedo contar más porque su esposo, mi compañero, mi amigo,
está leyendo esta historia y estoy seguro que habrá mucho que reclamar. Perdónenme
por acordarme de ustedes.
IMAGEN/CORTESÍA@PINTEREST
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