Después de
escribir cada día durante estos amargos meses —luego de llorar acompañada de mi
azotador silencio—, la Luna se compadeció de mí cuando mis lágrimas fueron a
contarle sobre mi dolorosa forma de aprender sobre el amor.
Fue ella
quien detuvo el andar de mi querido poeta errante para fijarse por un momento
en mis prematuros poemas que escribí manchadas de esas lágrimas que
caprichosamente nacieron luego de cada rechazo hacia esta joven poetiza que
añora ser algún día: ese afortunado nombre que adorna sus dedicatorias.
—Esparcí mi
interior en los cándidos papeles de esta versión copiada de tu libro de
ficciones —le dije mostrándole un pequeño cuaderno donde escribí mis primeros
versos dedicados a ese candoroso beso que me dio en la mano cuando yo lloraba y
caminaba por las lánguidas calles pensando que fui vomitada a este mundo solo
para sufrir el rechazo de los que entrego mi corazón.
El poeta,
mi querido Poeta Sol, tomó el cuaderno y comenzó a explorar en su interior. Por
un momento no dijo palabra alguna. Solo rimaba sus ojos de color miel en esos
renglones que sujetaban mis nobles sentimientos. Y yo, la joven poetiza, me
congelé de nervios en el tiempo para admirar cada sonrisa que le provocaban mis
versos que eran una versión ingenua del amor.
—¿Te
gustaron mis poemas? —le pregunté emocionada interrumpiendo su exploración
dentro de mi amoroso confesionario.
El poeta,
centró sus bellos ojos en mi rostro que esperaban una aceptación de mis
sentimientos. Cerró el cuaderno y me obsequió una sonrisa eterna que lo capturé
para usarlo en mis futuros sueños y poemas de nuestro amor. (Yo ya soñaba estar
en sus brazos)
—Mi niña
poetiza —me dijo sonriente—, me sorprende el talento que tienes para la poesía.
Estoy seguro que tú serás grande dentro de las letras. Sigue adelante que te
espera un fastuoso futuro.
Fue hermoso
lo que me dijo, pero no fue lo que yo tontamente esperaba. Por eso, tomé mi
cuaderno y lo acomodé en mi pecho. Le di un beso —yo quería en sus labios— y me
fui sin evocar palabra alguna. No miré atrás. Esa noche caminé sin rumbo —solo
quería ir al fin del mundo para no verlo más— y me prometí, por lo menos por
esa noche, que ya no desperdiciaría más palabras en un frágil cuaderno que para
él solo era una muestra de este talento que me está matando cada día.
Por lo
menos, las nubes noctámbulas —que presenciaban mi dolor— se conmovieron de mí y
regaron sus lágrimas para mojar ese tonto cuaderno que no logró darme el amor
de ese estúpido poeta que no quiere entender —o finge no darse cuenta— que solo
escribo para poder caminar junto a él hacia ese recital que tanto le dedica a
esas musas que nunca serían capaces de escribirle tan solo un verso como yo lo hago
dictada por lo que yo creo que se llama verdadero amor.
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