ENTRE CADENAS Y RELOJES
Eris, cautelosa, se internaba entre calles que la tragaban con sus recuerdos, le enamoraban con su silencio frágil, triste y perdido. No iba sola, llevaba en sus brazos a su pequeño hijo, sin voz, víctima de un tictac que a su madre perseguía. Se dirige a una reunión muy importante. En ella están sus padres que la esperaban para seguir con la cadena de la rutina; ya se habían puesto sus cadenas, estaban felices con ella, se sentían tan hombres llenos de cultura, sólo les faltaba el reloj en la frente y su cruz que colgaba de ella.
Al llegar, la puerta no quiso morderla y sólo le tragó las virtudes que el hogar y el colegio le habían dado en su diploma de esperanzas. Se sujetó por un momento de la verdad, dudó tardíamente de ir a ponerse sus cadenas. Miró a todos y ellos la miraron y, ya era tarde, ella era parte de ellos. Se unió con una sonrisa que se alimentaba de otras que tenían sombras. Ya todos estaban acomodados para gritar el gran tictac. Estaban también los padres de Daril, con unas benditas que tapaban los huequitos de sus mentes, pues era Daril quien había sido expulsado de la junta por picárselas con agujas de luz.
Al verlos, Eris se volvió pálida, encontrada tan ella, tan madre sin diploma. Estos la conocían, por lo menos en algunos holas que nacían entre los abrazos de Daril. Ambos tenían en común un amor que sólo atarían en secreto, por ello, trató de esconderse, de no ser ella, de no ser madre y olvidar su sudor.
Fue entre rumores ante sus padres, tragó un puño de saliva y les encargó a su hijo. Se acercó hacia los padres de Daril para saludarles, pero le miraron perdidos, miraron sus manos y le preguntaron sobre aquel niño. En ese momento, las cadenas rugieron de rabia, la puerta intentaba vomitar y estremecer todo. Era Daril que entraba a la reunión, traía sus agujas de luz; las manecillas de los relojes se marchitaban mientras avanzaba.
Todos le miraban, sus amigos del brazo izquierdo se incomodaban y lloraban de rabia.
Se acercó hacia Eris y ante el pasmo de todos, la abrazó; ella intentaba morirse envenenada de ojos. Estos empezaron a arder, hervían y se amotinaron contra estos dos amantes. Ambos huyeron vomitados por la puerta que se sintió aliviada al verlos correr.
Mientras lo hacían, las calles se intimidaban y no soportaban aguantar el secreto y gritaban que los asesinos de cadenas estaban entre sus piernas.
Corrían y no se cansaban de lamer al suelo distante, se detuvieron y cerraron la puerta, decidieron esconderse en un cuarto que recibía a jóvenes amoríos para darles clases de vida. Buen maestro para hacerles llorar. Se miraban y se amaban, sólo sus pechos sentían la culpa, estaban tan ellos y sin saber que hacer.
Luego de unos momentos de amor en silencio, unas voces con eco de cadenas se aproximaban, seguramente las calles no aguantaron el chisme y los trajeron.
Toparon la puerta y ésta se asustó, pues esta no se tragaba las virtudes, era bondadosa y fingida. A golpes entraron, Eris se escondió debajo de la cama y dejó a Daril en la guerra del reloj. Un gran estallido de riñas se apelaban en el pequeño cuarto, aquel niño lloraba jugando con unas manecillas y ésta le decía que muy pronto vendrá mamá.
Eris escuchaba todo debajo de la cama, no lo soportaba y lloraba, observaba como danzaban los pies angurrientos que olfateaban su seducción. Al no aguantar más la presión, salió con un grito de paz y con bandera blanca para parar aquel litigio.
Abrió bien los ojos y todo estaba en silencio, la puerta abierta dejando entrar a la noche para la cena; miró hacia la calle y no había nadie, entró al cuarto, cerró la puerta y sólo estaban ellos, amparados por la nada, escuchando un ligero sonido de cadenas que caían hasta el suelo y que colgaban de sus manos, ¿Qué pasa Daril?, preguntó sin verlo, sólo observando la puerta que amenazaba con volver a traer al odio. -¡Te amo!- le respondió mientras sus manos le besaban el cuello y su brazo le seducía amores mientras con un soplido al oído, sintió que un puñal le atravesaba por la espalda y amorosamente iba cayendo entre los abrazos piadosos de aquel hombre que lucía unas hermosas cadenas de oro enmohecido.
-¡Te amo!- le decía mientras suspiraba. Eris quedó tendida en el suelo y de aquel cuarto salió aquel hombre con un bebé en brazos, llorando, besándolo y alejándose de aquel lugar.
(Escuchada el 14/04/06 – escrita el 12/07/06) Setil de Bargam.
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