De Michel Bardales García
Llegó a mi puerta de tal forma como lo hacía cada día y cada noche desde que inició nuestra hermosa historia de canciones románticas, estrellas cantarinas y delicadas flores. Pero esta vez no le acompañaba esa sonrisa que yo retrataba en todo lo que yo escribía y creaba en homenaje al amor. Solo me miró con ese rubor silencioso y cabizbajo.
—¡Bienvenida a mi corazón, mi dulce amor! —le dije lanzándome a sus encantos.
Pero ella solo esquivó mis brazos y se refugió a un costado de la puerta. Es ahí donde comenzó a llorar y lentamente se fue sacando el anillo que le había obsequiado mientras contemplábamos la belleza de la madre Luna.
— ¿Qué pasa, mi amor? —le dije secando sus lágrimas que jugaban en sus mejillas.
Pero ella mantuvo su silencio y acomodó mi anillo en mis manos sin mirarme a los ojos.
—¿Qué haces? —le dije tratando de acomodar su mirada en la mía.
Solo así me miró firme y por un momento pudo sonreír en medio de sus lágrimas. Me abrazó tan fuerte que me hizo sentir que éramos un solo cuerpo. Me volvió a mirar y rozó mis labios con sus dedos. Qué bonito era ese mágico momento. Me volvió a abrazar y lentamente se dio la vuelta y se fue sin voltear a mirarme. Solo se detuvo un momento para decirme que había descubierto que ella solo era el producto piadoso de un sueño mío y que ya estaba a punto de despertar.
(Imagen de Darkmoon_Art en Pixabay)
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